Miguel Ángel

Como probablemente sabréis, estoy pasando por una situación extremadamente difícil. Hace casi un año, llevé a mi pequeña hija Elvira, de tan solo 8 años al médico. Acudí a Urgencias, motivado por esa preocupación imprecisa pero certera que a veces sentimos los padres al ver a nuestros hijos. Sin embargo, ni se me pasaba por la cabeza, el viaje que estaba a punto de emprender. Intuía que la pequeña padecía una simple gastroenteritis sin curar. Ese mismo día la ingresaron en el Hospital General de Guadalajara, todavía sin diagnóstico alguno y bajo la reparadora y reconfortante idea de “permanecer en observación”. Todo era tranquilizador. Mi pequeña reposaba en la cama, con un simple gotero, y en mi mente existía la certeza de que en cuestión de horas o días regresaríamos a casa. Pero esa misma noche, mi mundo se puso patas arriba. Tras un simple electro, los médicos me comunicaron que había que trasladar a mi hija en una ambulancia medicalizada a la Unidad de Cuidados Intensivos de La Paz en Madrid. Su vida corría peligro: su corazón no funcionaba con normalidad y en cualquier momento podía sufrir un infarto. La noticia fue desoladora, pero es tal la capacidad de esperanza que albergan nuestras mentes, que incluso entonces, y pese al desconcierto, y al miedo, todavía se sostenía y aguantaba la certeza de estar ante un problema pasajero, que podríamos abordar y superar. Nuestra capacidad de ilusión y esperanza es casi infinita, pero la realidad es tozuda. En apenas 24 horas me enfrentaba a la que con toda seguridad ha sido y será la peor noticia que he podido escuchar en mi vida. En un pequeño cuarto sin ventanas de apenas unos metros cuadrados, de la boca del médico, emergió un diagnostico todavía impreciso y precoz. Apenas recuerdo lo que dijo, solo pude escuchar la palabra “maligno”.Sé que muchos de los que hoy leéis estas palabras sois padres, y supongo que podéis imaginar lo que se siente al recibir una noticia así. Pero desde mi más profundo respeto y cariño, os aseguro que es inimaginable. Todo se viene abajo, y los límites del dolor que a lo largo de nuestra vida hemos sido capaces de ir definiendo se revientan. La desesperanza, la rabia, la amargura, el miedo más profundo, se revuelven en una nausea infinita que te zarandea como a un pelele una y otra vez. El espacio y el tiempo se esfuman, el mundo entero se disipa, y tan solo quedas tú y tu dolor: un agujero negro que te engulle sin piedad.

Los días que siguieron fueron terroríficos, inenarrables. Y poco a poco fue definiéndose el diagnóstico: Leucemia; porque el nombre técnico comprende más de una decena de palabras totalmente indescifrables para la mayoría de nosotros. Comenzó entonces un rosario de pruebas que si no fueran por su indudable finalidad terapéutica parecerían surgidas de la mente de un sádico. La primera semana, la pasamos con el corazón en un puño: la niña seguía en la UVI. Su corazón no terminaba de normalizarse y todo eran malas noticias. Que si el calcio, que si el flúor, que si la médula. Las células cancerígenas en su voracidad reproductora había sido capaces de extenderse por todo el cuerpo y alojarse en todos los rincones.

Bueno…compañeros hasta aquí el drama, que no pretendo que esta sea una novela negra. Porque aunque pueda parecer mentira, en medio de tanta oscuridad empezó a surgir la luz. Y desde aquel domingo de urgencias, todo ha cambiado y es nuevo en mi vida, y empecé a percibir una luz de una intensidad y de una fuerza desconocidas. Nunca antes la había percibido: es la luz de la fe y de la esperanza, pero sobre todo es la luz de la solidaridad. A veces me refiero al día del diagnóstico con expresiones metafóricas como el “impacto del meteorito”, “el día del terremoto”, pero pobre e ignorante de mí me quedaba por descubrir una fuerza proporcional a tanto terror pero de signo opuesto: La ola de la solidaridad, el huracán del cariño, el tsunami de la humanidad. Desde el primer minuto de este drama empecé a sentir el cariño de una compleja y nutrida red de personas de la que ni tan siquiera era consciente que se volcó en mil mensajes y llamadas de fuerza y optimismo. La respuesta fue radical: apoyo sin límites. Mi familia, y mis amigos terminaron por integrar el grupo que devolvió el peso al mundo. Aquella sensación de vacío infinito, aquella nebulosa que lo cubría todo comenzó a disolverse. El suelo reapareció, pude volver a pisarlo, y no sabéis lo bien que sienta.

Pero esa sí que era tan solo la punta del iceberg. Me quedaba todo por descubrir. El equipo médico que trata a mi hija tiene unos niveles de excelencia y profesionalidad inconcebibles. Pero su capacitación no es nada si la comparamos con su profunda humanidad, su capacidad de empatía, su paciencia, y el cariño que cada día demuestran a mi pequeña. Lo mismo es aplicable a enfermeras, celadoras, personal de limpieza, de cocina, a todos. Pero aún queda más: cada día la planta de oncología es visitada por un auténtico ejército de voluntarios: personas como nosotros que dan su tiempo para jugar con los pequeños, para hacerles musicoterapia, risoterapia, o incluso masajes para los padres. De verdad: si antes os decía que no había palabras para expresar el dolor que se siente cuando te dicen que tu hija tiene cáncer, os aseguro que tampoco hay palabras para describir lo que siento cuando veo una sala repleta de niños sin pelo por los efectos de la quimioterapia riendo a y disfrutando de la compañía de seres humanos que elevan ese calificativo: el de “humano” a una posición de dignidad ante la que solo puedo expresar REVERENCIA.

El tsunami del cariño ha producido tal revolución en mi interior que lo ha cambiado absolutamente todo. Le ha dado a mi vida perspectiva y sobre todo algo fundamental: sentido. Ahora sé por qué y para qué vivo: Primero por mi hija, y segundo para poder devolver algún día si acaso un pequeño porcentaje del amor que estamos recibiendo. SERVICIO, SERVICIO a los demás: es un mantra que repito una y otra vez. Mis seres queridos, mi familia, mis amigos, y vosotros nos devolvisteis la solidez al mundo, y quienes me dieron cariño, fuerza y solidaridad, le devolvieron las tres dimensiones: me dieron perspectiva, un horizonte hacia el que caminar para siempre.

En medio de la tormenta, esta revolución lo ha traspasado todo. Ha alcanzado hasta la fibra másíntima de mí ser. Ya no puedo contemplar el mundo igual que antes. Ahora al observar el dolor en los otros, ya no caben subterfugios. Antes, podía agachar la cabeza, mirar para otro lado, o refugiarme en expresiones dilatorias: “no es el momento”, “después me ocuparé de ti”…Ahora tengo que actuar, sea como sea, dedicando al menos un gesto, un momento, unos minutos de conversación.

La profunda revolución vital que atravieso también alcanza a mi trabajo. Desde la distancia lejana desde la que miro mí día a día en la Residencia Amma en Guadalajara, todo tiene ahora otro color. Mi trabajo con los mayores, conecta a la perfección con esta vocación de amor y servicio de la que os hablo. Siempre fui feliz con mi ocupación, pero ahora hasta el tedio y el cansancio que muchas veces me han acompañado tienen dentro de mí un enemigo implacable. Cada sonrisa de uno de nuestros mayores, cada gesto de confianza o de cariño que podamos intuir en sus ojos, tiene un valor incalculable. Es un triunfo de la “humanidad”, es un triunfo de una larga cadena de amor, cariño y solidaridad que se levantan como un muro gigantesco al inmenso dolor que recorre nuestro mundo.

Hay muchos cambios que hacer en el mundo, por supuesto, pero si queréis una revolución, sumaros a la que la vida me ha propuesto: nuestro trabajo como personas es fundamental, cada segundo de nuestro día a día, tiene sentido. Cada vez que damos cariño a un consolidamos nuestra humanidad y reforzamos la de los otros. Si el cansancio os abate, si los roces en el trabajo os angustian, si la insatisfacción os oprime, os pido que levantéis la cabeza y continuéis un poco más, porque os repito, hacer lo que hacemos es fundamental. No somos gestores, o directores, o terapeutas, o lo que seamos, somos humanos cuidando de otros humanos, con la mejor de nuestras intenciones. Viendo en aquel del que nos ocupamos un fiel reflejo de nosotros mismos.

De todo corazón: GRACIAS A TODOS. Sin cada uno de vosotros, incluso a los que no conozco, hoy no tendría la fe y la fuerza que tengo para seguir luchando.

Mi hija vivirá, de eso estoy seguro, y ahora sé que lo hará en un mundo repleto de amenazas, de incertidumbres y de peligros, pero también en un mundo lleno de buenas personas.

GRACIAS, GRACIAS, Y GRACIAS. Nos vemos muy pronto.